jueves, 1 de mayo de 2008

Sheila

Las sábanas rosadas de su cama de alquiler cobijaban a Sheila. Se hallaba con el corazón apagado y las articulaciones soldadas. Se le veía más pálida de lo normal y su cabellera larga le tapaba la mitad del rostro. Tenía un gesto como suspirando un “no” lleno de susto. Un gesto que no terminó de concretar. Sus ojos abiertos, salidos y asustados contenían una lágrima, que, al igual que el gesto, no terminó de salir. Su piel suave despedía un olor frío. De su cuerpo descubierto resaltaban los senos rígidos por un prematuro rigor mortis que la mantenía inmóvil. Por la boca medio abierta ya no transitaba ningún respiro y jamás volvería a emitir sonido alguno.

Habían tres colillas de cigarrillos en un cenicero amarillento y quemado dispuesto a un costado de la cama. Cualquier idiota, aprendiz de investigador, pudo darse cuenta que uno tenía un colorete carmesí y dos estaban secos, sin manchas, como prendidos para que se consuman y nada más.

Su ropa estaba cuidadosamente desordenada, sobre los zapatos negros descansaba su falda de trabajo, a lado una blusa roja y la ropa interior encima de la cama. Había una silla de madera frente a un tocador antiguo con un espejo roto en una esquina, que también estaba cargada de ropa, pero ese desorden o no era reciente, o no era natural. Todo parecía artificialmente organizado, hasta las pantys apretadas alrededor del cuello parecían colocadas con mucho rigor para dar la impresión de que ese era el panorama normal.

Dos tipos tomaban apuntes mientras husmeaban por los cajones del peinador y en los bolsillos de toda la ropa arrinconada, era evidente que buscaban algo para llevarse mientras se repartieron implícitamente la pequeña habitación donde cada uno buscaba algo que le interese. Uno se llevó unas joyas de fantasía y el otro puso una pañoleta verde con hilos brillantes en su bolsillo. Un tercero empezó a fotografiar el cuerpo, masticaba un chicle. Tenía el rostro demacrado, era más viejo que los otros dos y sus ojeras grandes asentaban la cara de aburrimiento. Le tomaba las fotografías como si fuera una sesión fotográfica de una estrella. No sólo capturaba imágenes de ella sino de todo lo de alrededor, los zapatos, la falda, la bluza roja, la ropa del peinador y de la silla, las colillas del cenicero, las medias apretando el cuello, hasta los ojos saltados tuvieron que ser presa del flash de la cámara.

Llegó alguien con cara de comisario. ¿Lo de siempre? preguntó a los que antes estaban ahí. Le devolvieron un si con desgano. Se acercó al rostro pálido y le retiró los cabellos, se alzó el pantalón y se puso de cuclillas para mirar muy cerca su cuello, luego retiró las medias negras que lo envolvían. Y nada cambió. Mandó que tapen el cuerpo mientras esperaban a que se lo lleven, no habría investigación. Sabía que el informe era prácticamente una plantilla por llenar que no demandaría nada a nadie, y en realidad era casi lo mismo que escribirían los periodistas que empezaban a llegar y que pululan alrededor de las comisarías buscando sus notas policiales.

Ay Sheila, dijo mientras se levantaba y metía una mano al bolsillo del saco para buscar una cajetilla de cigarros. Ay Sheila -dijo nuevamente- tan chibola y vienes a morir como una putita cualquiera.

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